Por Aurelio Contreras Moreno
Junto con el supuesto “fin” de la corrupción, que no ha pasado de ser pura retórica demagógica, la violencia y la inseguridad representan el mayor de los fracasos del sexenio de Andrés Manuel López Obrador.
La violencia que asuela a prácticamente todo el país ha alcanzado niveles insoportables, por más que el presidente intente “marear” a quienes lo cuestionan y engañar a quienes le creen sus “otros datos”.
Durante lo que va del agonizante sexenio obradorista se han registrado más de 160 mil asesinatos dolosos en el país. La sola cifra, sin tener que compararla con nada, es brutal, evidencia de una tragedia gigantesca para la que el gobierno no tuvo nunca una estrategia real.
La idea de “atacar el problema de raíz” atendiendo las causas de la delincuencia como la pobreza o la ausencia de oportunidades de desarrollo, sonaría bien y hasta podría haber dado algún resultado si el gobierno hubiese instrumentado una verdadera política pública para elevar la calidad de vida de la población. En cambio, lo único que hizo fue implementar programas clientelares, repartir dinero público con el único fin de ganar elecciones comprando voluntades y consciencias. El resultado está a la vista.
Negado a aceptar la realidad y cerrado por completo ante la mínima crítica –la autocrítica no existe en su imaginario-, López Obrador intenta evadir la responsabilidad ante el desastre provocado por una estrategia que ha dejado crecer sin control la violencia de los grupos delincuenciales, a pesar de –o quizás, gracias a- la militarización total de la seguridad pública. Y de todas las áreas estratégicas de la administración pública.
No hay día que no se reporten actos de violencia sangrienta en el territorio nacional. Nada más en el estado de Veracruz, el sábado asesinaron a mansalva a un dirigente partidista en el municipio de Cuitláhuac, el domingo aparecieron dos mujeres asesinadas en Perote y el lunes se dio a conocer el hallazgo en Tuxpan de bolsas con restos humanos desmembrados, que podrían llegar a ser de hasta 15 personas según ha trascendido.
Y cada vez más se normaliza vivir de esa manera. El horror deja de escandalizar o de llamar la atención. Se ha vuelto parte de una brutal cotidianidad en extensas franjas del país.
De mantenerse la violencia a este mismo ritmo, el sexenio de López Obrador podría concluir con unas 190 mil personas asesinadas. Ya es, aunque lo niegue, el más sangriento de la historia reciente del país. Superior en letalidad a los de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. No hay manera de esconder la tragedia. Aunque el presidente salga con bufonadas como que la principal causa de muerte en México son los infartos.
Y es por esa razón que, así como sucedió en el sexenio de Calderón –su odiada Némesis-, la gente está defendiéndose por su cuenta, como puede, de los criminales, ante la absoluta inoperancia –por incapacidad o por complicidad- de las fuerzas del orden, de las autoridades encargadas de “velar” por la integridad de la población.
La semana pasada, se difundieron imágenes de niños que participan en un grupo de autodefensas en el estado de Guerrero, en una población nahua de nombre Ayahualtempa. Veinte menores de edad de entre 12 y 17 años, niños y niñas que recibieron adiestramiento para manejar armas.
Y así aparecen, armados con fusiles, dispuestos a enfrentar con fuego a los delincuentes que los roban, los secuestran y los matan sin que haya autoridad de cualquier nivel que los defienda.
No hay imagen más elocuente del descomunal fracaso del obradorato.
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