LEE EL PRIMER CAPÍTULO DE PLAYA BAGDAD

Daniel de la Fuente                              

Agencia Reforma

Monterrey, NL 17 agosto 2024.- Marcelo me habló la tarde del domingo para contarme que había perdido a nuestros padres en Matamoros. Su voz tensa, con fuertes aspiraciones que hendían sus palabras, me sorprendió y hundió en el desánimo. La piel se me erizó, trabé la quijada y una sensación caliente se acomodó en mi nuca como algo que se rompe y escurre por el cuello.

Intranquilo, lo escuché con las ideas acelerándose dentro de mí para encontrar la forma de calmarlo, de no darle más cuerda a la desesperación que ya lo atenazaba. Pasados unos minutos de su explicación caótica y ansiosa guardó silencio y ciertos sonidos de fondo se apropiaron de mi oído, agua al golpear con serenidad una escollera, la brisa a intervalos más fuerte que envolvía el espacio entre el celular y la boca de mi hermano junto con su respiración intermitente en la que se mantenía aquella gravedad que lo ensuciaba todo, que me aferraba la oreja para corromperme. «Los dejé en la plaza principal, nos veríamos en el café París».

 -¿Dónde estás? -le pregunté.

 -En un infierno. Perdí a los jefes. Ven, ayúdame. Es lo único que te pido.

 La señal se cortó.

 Por lo que había alcanzado a contarme, se habían ido un par de días atrás en su coche a la capital del algodón, como alguna vez se le llamó a Matamoros cuando grandes campos de este producto rodeaban la ciudad. La idea era recorrerla, ver el Fuerte Casamata y pasar unas horas en la Playa Bagdad. Se hospedarían en un hotel céntrico donde él se había quedado en sus viajes anteriores y, cuando terminara unas citas de trabajo, llevaría a mis padres a tomar un café, comprar las artesanías o los dulces de la región, paladear un cabrito al estilo Matamoros y al atardecer del domingo, cuando el fin de semana estuviera muriéndose, harían el viaje de regreso a Monterrey con las primeras horas de la tarde y el tráfico de tantos que como él volvían de fin de semana en McAllen o Brownsville, tráfico que les serviría de protección ante algún retén de los delincuentes que suelen aparecer como espinas en el camino.

 La idea me pareció atípica. ¿Quién planifica un viaje a esa ciudad con la situación en la frontera Texas­Nuevo León­Tamaulipas; con las historias de asaltos y desaparecidos de quienes se animan a cruzar por Matamoros o el puente Donna? Los relatos de balaceras y persecuciones, de secuestros express en esa región eran tema de conversación en las redes sociales y en los periódicos de la ciudad. Cada cierto tiempo salía el video de algún trailero siendo atracado en la carretera sin importar si era la libre o la de cuota. Ir a Matamoros de fin de semana no se encontraba entre las mejores opciones de recreo.

 Lo cierto es que, desde su regreso de la Ciudad de México en donde vivió sus últimos doce años, Marcelo se hallaba en un proceso de compensación por el tiempo que había abandonado a nuestros padres tras vivir lejos y perderse las fiestas de cumpleaños, los días de enfermedad, las festividades dejadas atrás, el ocio bobalicón o aburrido de los fines de semana; sentía que debía reponer esos momentos que hacen de lo cotidiano un arcón de recuerdos, esa argamasa de cariño y rutina que nos dan historias en común. Ya los había llevado a Torreón, a un viaje para revisar unos terrenos para la empresa en la que trabaja. Subieron al Cristo de las Noas, comieron unas gorditas de chicharrón prensado, se pasearon por la plaza principal, se tomaron fotos en la sinagoga más grande de la ciudad y cruzaron el Lerma para visitar una de las construcciones atípicas de La Laguna: la imitación de la Torre Eiffel en Gómez Palacio.

 Cuando no tomaban carretera, Marcelo los visitaba los fines de semana e iba con ellos al cine, a jugar lotería en el mercado, a cenar; incluso una vez los llevó al estadio Universitario cuando vino a jugar el Cruz Azul en la liguilla pasada, porque les comentó, le recordaba sus visitas al Estadio Olímpico o al Azteca para pasar sus domingos con amigos que solían caerle de sorpresa. Una breve temporada le dio por llevar a papá a los partidos de beisbol amateur en las canchas atrás de Cemex. Solían levantarse temprano para desayunar en el restaurante García y ya con el estómago lleno de machacado con huevo o frijoles con chorizo, se internaban en las viejas canchas de softbol detrás de lo que había sido una de las tomas de grava más viejas de la ciudad. Ahí observaban los juegos de pelota, sentados sobre el cofre del coche de mi hermano, bajo la sombra de algún huizache, se bebían algunas cervezas y al mediodía emprendían el camino a casa. ¿Me molestaba que pasara tanto tiempo con ellos? Hasta cierto punto sí, pero aquello también resultaba un alivio. Además, a él le servía. Al fin y al cabo, Marcelo era hombre libre. Samantha, su ex mujer, se había quedado en la Ciudad de México y él hacía con su tiempo lo mejor para salir del hoyo económico y social de su divorcio.

 Con los días y semanas posteriores a ese fin de semana infernal reconstruí las peripecias, los momentos que Marcelo vivió en el caos y la tortura mental por la que pasó antes de que me hablara para comunicarme la noticia. Para que me indicara que debía ir tras él. Ayudarlo. Sacarlo de donde estaba para encontrarlo. Así, esta reconstrucción de hechos si no es del todo fidedigna no es tampoco falsa. En el pasado se encuentra la mejor ficción de cada uno. Con los hermanos nos unen no solo la historia en común sino el primer deseo por comprender al otro. Los hermanos son los primeros modelos en los que rompemos el patrón pero, conseguir esto, se da solo después de muchas renuncias. Nunca seremos hermanos de nuestros hermanos aunque en la primer época de nuestras vidas lo intentemos, y saber eso es el primer paso para abandonar el nido, el primer paso para comprender la soledad de nuestras vidas adultas.

 No fue fácil reconstruir este relato, menos en una ciudad como Matamoros donde el recelo ante los extraños es parte de su sistema de protección. Cuando eres de una comunidad tan golpeada por la violencia, hundida en el mundo del narcotráfico, aprendes a creer más en los propios, aunque sean parte del crimen organizado, que en los extraños que un día intentan poner de cabeza a la ciudad buscando a su hermano.