Sandra González
Agencia Reforma
Guadalajara, Jalisco 19 diciembre 2023.- Sin bata ni consultorio, más con la autoridad de un comprometido profesional de las letras y el buen habla, Juan Domingo Argüelles diagnostica: «Hay una patología en el idioma, es decir, está sufriendo una enfermedad».
«Hoy tenemos una pandemia en nuestra lengua. Esta era pandémica nos lleva a creer que ya no es necesario expresarse bien, ni claramente ni con precisión; que basta con decir cualquier cosa, y que todos deben entender lo que nosotros dijimos», expone en entrevista telefónica el poeta, ensayista, crítico literario, lexicógrafo y editor.
«El problema que nosotros enfrentamos hoy es que las personas creen que el idioma no es importante; es decir, son importantes sus actividades, son importantes los hechos, es importante lo que producen, pero el idioma no tiene ninguna importancia, y cuidarlo tampoco es significativo. Esto es a lo que le llamo, justamente, una patología lingüística».
La sintomatología de este degenerativo mal incluye los disparates, barbarismos, errores ortográficos, faltas de ortoepía (arte de pronunciar correctamente), redundancias, y demás barrabasadas de los hablantes y escribientes que evitan las normas del español o ni siquiera las conocen.
Para quienes, de entre todos ellos, buscan alivio, la prescripción de Juan Domingo Argüelles (Chetumal, Quintana Roo, 1958) devenido en «patólogo de la lengua» es su trilogía de lexicografía básica, que ahora concluye sumando a los títulos Las Malas Lenguas (2018) y ¡No Valga la Redundancia! (2021) el libro Más Malas Lenguas, todos ellos bajo el sello de Océano.
«No es un libro para las personas que no quieren cuidar su idioma, que no les interesa. Es un libro que va dirigido a aquellas personas que sí están interesadas en hablar mejor y en escribir mejor, porque se puede hacer», dice el autor sobre su más reciente obra, escrita en «defensa de la lengua frente a la corrupción que la agobia».
«El propósito de estos libros es que, además de que sirvan como material de consulta o como libros de referencia, también puedan ser leídos de principio a fin o en la página que uno caiga», continúa, «y que además puedan estar a la disposición en el momento que lo necesitemos y tengamos la duda de si esto se escribe así o si esto es una redundancia o no lo es».
Así, de la A a la Z, a lo largo de poco más de 500 páginas, clarifica cómo usar y escribir términos como «adrede», «balompié», «lontananza», «quintaesencia»; explica por qué es incorrecto decir «en favor de la discapacidad», y hasta indica cómo abreviar la locución interjectiva «¡A la verga!», a saber, «ALV».
Todo esto, precisa el autor, no por purismo, sino por comprensión; «la verdad es que las personas cada vez tienden a no saber escribir y a no saber leer», refiere, preocupado lo mismo por el bajo nivel de comprensión de lectura entre los mexicanos que por el detrimento del idioma como uno de los principales componentes del patrimonio cultural tangible e intangible.
Cuestionado sobre si, históricamente, la norma no ha sido siempre que los hablantes ultrajen el idioma y eso le vaya dando forma, el escritor remarca que, en efecto, son ellos quienes hacen el idioma, pero sólo después de un largo proceso en el que el uso masivo de millones de personas es lo que termina por validar lo que quizás comienza siendo un barbarismo.
De ahí que el lexicógrafo arremeta en su último libro contra una entidad como la Real Academia Española (RAE), de la que escribe:
«Le ha dado por la loca idea de que su trabajo consiste, básicamente, en recoger y poner en un repertorio -que llaman diccionario- los términos que utilizan no ya sólo las mayorías que legitiman el uso de la lengua, sino también las cosas más peregrinas que dicen o escriben tres o cuatro gatos y que le aparecen indispensables de documentar».
«Si una academia de la lengua únicamente sirve para ‘registrar’, ‘consignar’ y describir los usos del habla y la escritura, y no para guiar al hablante y el escribiente, entonces que cierre sus puertas y que sus integrantes se dediquen a la costura o a la repostería», prosigue el autor, particularmente crítico con la Academia Mexicana de la Lengua (AML) y su Diccionario de Mexicanismos, que define como «un diccionario de pendejadas y torpezas del idioma español hablado y escrito en México».
Destacan en esta última entrega lexicográfica ejemplos de cómo escribir neologismos como «watsapear» o «guglear», en tanto no existen en español y resultan intraducibles.
«Los términos que ya están universalizados, y esos son sobre todo los de las tecnologías de información, esos entran a nuestro y cada idioma porque no hay un equivalente. Pero hay otras cosas que no tienen sentido porque sí tenemos un equivalente en el idioma propio», apunta, y trae a cuenta el caso de un innecesario anglicismo como «aperturar», cuando en español existe el verbo abrir.
«Tenemos que entender que así como las lenguas evolucionan, porque son entes vivos, obviamente los enfermamos», insiste, envuelto en su metafórico atavío de patólogo. «Todas estas cosas se van convirtiendo en una especie de fisuras, van fisurando nuestro idioma hasta que va perdiendo sentido de identidad, digo yo».
En defensa del idioma
El escritor Juan Domingo Argüelles completa con su más reciente libro la trilogía de lexicografía básica integrada por los títulos:
– Las malas lenguas (2018)
– ¡No valga la redundancia! (2021)
– Más malas lenguas (2023)