Israel Sánchez
Agencia Reforma
Ciudad de México 25 febrero 2024.- Alfombra roja, elegantes arreglos florales e invitados de élite en el principal recinto de las artes y la cultura en México, engalanaron el más solemne adiós a José Agustín (1944-2024).
Al esperado homenaje póstumo, realizado a poco más de un mes de su fallecimiento, llegarían los familiares, amigos, colegas y admiradores de quien desde sus primeras obras se convirtiera en un ícono de la estridencia, el desparpajo y la rebeldía juvenil. Todo lo cual pareciera desentonar con la naturaleza formal del acto celebrado en el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes.
Y el primero en hacerlo notar sería el poeta Alberto Blanco.
«Me siento un poco decepcionado porque yo pensé que íbamos a bajar entre nubes de hielo seco la escalinata, y resulta que no, que la cosa fue un poquito más solemne. Vamos, entonces, a aceptar esa solemnidad bajo protesta», dijo este domingo el poeta, sugiriendo que tal evento habría resultado desconcertante para el propio homenajeado.
«Conociéndolo y recordándolo en sus buenos tiempos, estoy seguro de que se habría reído de buena gana, se habría reído de esta ceremonia, y muy probablemente habría acompañado esas risas con dos o tres majaderías, tal como era su costumbre, que no la mía, y por eso no las voy a repetir aquí como sí me las puedo imaginar», agregó Blanco.
Alguna risa, probablemente, habría provocado al autor de la Tragicomedia mexicana escuchar a las autoridades aprovechando su homenaje póstumo para presumir programas políticos, como hiciera la Secretaria de Cultura federal, Alejandra Frausto, hablando de los Semilleros Creativos al referir al fallecido narrador, dramaturgo, ensayista y guionista como ejemplo de «cómo el arte y la cultura cambian vidas».
«Así como todos nosotros, creo que José Agustín estaría muy emocionado, y también diría: ‘¿Qué está pasando? ¿Se han vuelto locas las autoridades, o qué ha pasado?’. Porque él fue un contestatario», remarcó la escritora y periodista Elena Poniatowska, quien acompañó a la familia de José Agustín por la escalinata del recinto mientras en los altavoces sonaba Por los caminos del sur, de José Agustín Ramírez Altamirano (1903-1957), tío del escritor.
Quizás hubiera tenido más sentido, a decir de Blanco, realizar un concierto de rock. Lo más próximo a ello serían los músicos de La Barranca acompañando con la áspera melodía de sus guitarras eléctricas, batería y teclado, las guardias de honor que los presentes rendían junto a los restos del autor de La tumba y De perfil, depositados en una sobria urna carmesí.
«Yo creo que al jefe le hubiera gustado que hubiera rock and roll aquí este día, por eso es que los invitamos», contó José Agustín Ramírez Bermúdez, «Tino», el menor de los tres hijos del autor, y acaso quien más encarnara el ánimo desfachatado y alegre de su padre.
«Sí, yo soy José Agustín Ramírez, pero soy alcohólico. No soy por quien lloraban, a quien todos estaban queriendo ver. Yo soy nada más su hijo, a quien, por extrañas razones del destino, me pusieron su nombre en honor al compositor de la canción que escuchamos hace rato. En fin, ¡qué lugar tan increíble para despedir a don José Agustín!, ¡qué público tan chingón!, ¡qué espectáculo les espera también!».
Tino compartió que hace unos días soñó con su padre por primera vez desde que murió. No fue el único, pues también la poeta Elsa Cross relataría haber soñado recién con su «compadre»; «no recuerdo qué era, pero lo veía muy joven y muy contento», apuntó. Justo como en el retrato colgado al centro del vestíbulo en Bellas Artes, con el autor a un lado de Margarita Bermúdez, su compañera de seis décadas, quien evocaría su amor.
«Lo quise mucho, lo amé mucho, intensamente. Y creo que él a mí también», expresó su viuda, abonando por igual a lo que aquel acto habría significado para José Agustín. «Él hubiera estado muy feliz de verlos reunidos en torno a él. En verdad, muchas gracias».
Desde su trinchera como médico, Jesús Ramírez-Bermúdez, también hijo de José Agustín, especuló alegóricamente sobre células resistentes y llenas de vitalidad en las que podría tener origen la extraordinaria espontaneidad de su padre; «hasta el último de sus días nos sorprendía todavía con fabulaciones, con metáforas, con juegos de palabras extraordinarios».
«Él vivió de un modo único, y nos sedujo con su credo: romper la norma, tirar el sistema, subirle al volumen, buscar la poesía, ser audaz, tirar el I ching», ahondó, a su vez, el editor Andrés Ramírez Bermúdez, el mayor de los tres hijos.
«Para alguien que vivió pensando que su trabajo no era reconocido del todo, que se vio obstaculizado por otros del viejo mundo, queda claro hoy con tantos amigos cerca que su obra fue apreciada por muchos otros leales y silenciosos», añadió.
Figuras como Juan Villoro, Rosa Beltrán, Fernanda Melchor o José Gordon, por mencionar sólo a algunos de los presentes en el acto, la mayoría de ellos tomando algún turno en las guardias de honor que se sucedían ya sin tanta formalidad, entre abrazos y palabras a los familiares, y con los músicos de pronto cumpliendo una sentida voluntad de José Agustín al entonar The House of the Rising Sun, popularizada por The Animals, a cargo de La Barranca.
Si el escritor «abrió muchas puertas para que entrara aire fresco en el ambiente catedralicio y solemne de la literatura mexicana», como mencionara Poniatowska citando a la académica Alba Lara-Alengrin, a su muerte lograría algo tan simbólico como el resonar de las guitarras eléctricas en el mismo palacio donde este domingo fueron interpretados Rachmaninov y Prokofiev. Un último gesto rockero del autor insurrecto.
«Sus novelas y sus cuentos abrieron un cauce poderosísimo a la narrativa mexicana que estaba anquilosándose en sus temáticas y tratamientos. José Agustín trajo una inmensa frescura y renovación con su lenguaje, sus temas, con el ritmo narrativo y la estructura de sus textos, y esa otra consciencia tan vital que estaba detrás, una mirada despierta, inquisitiva», destacó Cross.
«Desde una profunda insatisfacción, vio la realidad desde una perspectiva distinta a la de los cánones imperantes en México, y supo darle forma con un lenguaje libre, confesional y personal, coloquial y culto a la vez», detalló, por su parte, Blanco. «¡Larga vida a tus libros, querido José Agustín!».
Y contra toda solemnidad y formalidades, quede para la posteridad la estampa de Tino, con sus gafas oscuras y buen ánimo, con el puño en alto junto a la urna de su «jefe».