Uriel Flores Aguayo
Es obvio que puede haber popularidad sin culto. El estilo de caudillo tiene que ver con personajes con ínfulas de divinidad; construyen su popularidad con saturación presencial y propaganda. Sus gobiernos no promueven derechos, más bien hacen sentir que todo proviene de ellos como benefactores. No hay novedades en la realidad de los populistas. Siempre es lo mismo: un caudillo con ideas de trascendencia casi divina que concentra el poder y echa a andar su imaginación en cambios y transformaciones que casi siempre solo están en su imaginación. Absorben la energía de su entorno, limitan la inteligencia de sus equipos, saben todo y nunca se equivocan; hay que rendirles culto. Viven para el espejo y la aclamación, lo que importa es su popularidad y su lugar en la historia; su legado es la prioridad a asegurar. No dialogan con nadie, su mando es vertical, no reconocen la pluralidad, hacen gobiernos sin contrapesos, son opacos, desprecian a la inteligencia y la cultura, no admiten críticas ni consejos y hacen hasta lo imposible por perpetuarse en el poder. Lo suyo no es ideológico ni político, es psicológico.
Todo gira en torno a su popularidad. En el camino se encuentran a otros como ellos y sustentan su poder en las ambiciones e ignorancia de muchos. Con delirios de grandeza pueden cometer locuras de todo tipo, desde ordenar obras faraónicas hasta perseguir y reprimir.
Es diferente con gobernantes cuya popularidad no es el fin, sino efecto de sus resultados y perfiles; tenemos el ejemplo de Obama. En ellos no hay afanes de redentores, lo suyo es la democracia. Gobiernan y se van. No se asumen de movimientos eternos y autoritarios.
La historia nos enseña que los cultos a la popularidad de los gobernantes siempre resultan nocivos y que tienen fecha de caducidad por efectos de salud y el natural desgaste en el ejercicio del poder. Esto incluye a los más crueles dictadores.
En muchos sentidos esas popularidades son ficticias y efectos de la propaganda; son huecas y emocionales. El tiempo las cura. Como son de cascarón los partidos y gobiernos que jefaturan; mandan verticalmente, pero simulan consulta, diálogo y apoyo popular. Inventan falsas ideologías y le doran la píldora a la gente. Entre más desinformación e ignorancia para ellos es mejor. Gobiernan con demagogia, mitos y mentiras. Su narrativa es para mantener adhesión emocional, no para crear conciencia. Si sus partidos son huecos, sin vida orgánica ni deliberación, simples siglas para identificar movilizaciones, no se puede esperar participación consciente de la gente. Prefieren hablar de pueblo para aludir un ente amorfo, con el que justifiquen cualquier cosa. La ciudadanía, vista individualmente, no cuenta para ellos. Son élites igualitas a las de siempre, cargados de privilegios. Buscan el poder por el poder, cuando lo consiguen hacen todo para concentrarlo y aumentarlo indefinidamente; de preferencia a la mala. Son humo, son artificio y personajes de ínfimo peso que se desvanecen ante sacudidas de rebeldía. La historia es pródiga en ejemplos de gobiernos aparentemente eternos y estables que en unos días se derrumbaron. Tenemos a Porfirio Díaz, a los fascistas, a los del bloque soviético, etc. Son cúpulas poco sólidas que con una sacudida se caen.
Recadito: soñé que ya había terminado el gobierno estatal.