Por Aurelio Contreras Moreno
Los sucesos violentos del pasado viernes son un reflejo nítido del momento por el que pasa el país y pudiesen constituir un parteaguas de proporciones no estimadas aún.
En el poblado de Texcaltitlán, en el Estado de México, transcurría una escena que es familiar en muchas otras localidades de todo el país: un grupo criminal que se presentaba a cobrar “derecho de piso” a los productores agrícolas del lugar. Esto es, el pago forzoso a los delincuentes de un porcentaje de las ganancias generadas por su trabajo.
Sin embargo, de acuerdo con lo que se sabe, cuando los sicarios anunciaron que el porcentaje se iba a incrementar la situación se les salió de control, pues los pobladores se les fueron encima a balazos y machetazos. El saldo final fue de 14 personas muertas, 11 de las cuales pertenecían al bando de los delincuentes mientras que tres eran vecinos del lugar.
La decisión de los pobladores de jugarse la vida –y algunos, perderla- para ponerle un alto a las extorsiones y amenazas es una prueba dolorosa y al mismo tiempo contundente de la ausencia del Estado, de la orfandad de los ciudadanos y, especialmente, de la necesidad de defenderse por su cuenta, ante la inmovilidad o abierta complicidad de las autoridades.
Cinco años después de haber asumido el poder, seguir echando la culpa a los gobiernos anteriores del desastre en materia de seguridad es absolutamente ridículo y solo demuestra la completa incapacidad del régimen obradorista para hacer frente al principal problema del país.
La “estrategia” –si es que se le pudiese nombrar de esa manera- del obradorato de tolerancia a los criminales resulta todavía más criminal. No hay abrazos y sí un chingo de balazos, lo que se ha traducido en que es éste el sexenio más violento de la historia de México sin que medie un conflicto armado declarado. Aunque la realidad es que el país vive en estado de guerra desde hace por los menos dos sexenios.
La connivencia de autoridades de todos los niveles con grupos delincuenciales es demencial. Por demás resulta recordar que prometieron que todo iba a cambiar si ganaban. Alrededor de 170 mil muertos por la violencia en cinco años son elocuentes para sostener que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador fracasó estrepitosamente y empeoró una situación de por sí extrema.
Y ahora, lo que parece venir es una especie de “sálvese quien pueda”, con la población haciendo justicia por propia mano, ya que el Estado mexicano está ocupado siendo “considerado” con los familiares de los delincuentes y prácticamente haciéndoles “esquelas”, como el grotesco texto publicado por el presidente del Sistema de Radiodifusión Mexicano, el ex periodista Jenaro Villamil, para referir –como si fuese realmente noticiosa- la muerte de la madre de Joaquín “El Chapo” Guzmán, uno de los narcotraficantes más sanguinarios que hayan existido, a quien describió como una “mujer sencilla” que “siempre negó públicamente que fuera el jefe del cártel más poderoso del narcotráfico en México”. Solo le faltó desear pronta resignación a sus deudos… de lo cual se encargó el propio López Obrador, quien días antes criminalizó a unos jóvenes asesinados en Guanajuato, relacionándolos sin prueba alguna con “asuntos de drogas”.
Lo que vendrá en 2024 será una agudización de la crisis de inseguridad y violencia ante las elecciones federales y estatales y el fin del sexenio, con un régimen que declinará de su obligación de gobernar, pues estará volcado en la elección de Estado con la que pretende perpetuarse en el poder. Y una población que seguirá tomando la justicia en sus manos para defender su patrimonio y su vida, pues no hay gobierno que le proteja.
Más allá de lo que pase electoralmente el año entrante y contrario a sus delirios megalomaniacos, el principal legado del sexenio de Andrés Manuel Obrador serán la sangre y muerte en la que terminó de hundir al país. Junto con una estela de corrupción como pocas.
Esa será su inscripción en los anales de la historia. Algo así como la de Felipe Calderón.
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